domingo, 22 de agosto de 2010

Dios y la ciencia, ¿están en conflicto?



Aunque hay personas que hacen esta pregunta, entre los hombres de ciencia auténticos no hay muchos que la formulan. Ellos saben muy bien que es pueril y simplista intentar oponer la ciencia a Dios.
Dicha oposición resulta imposible porque Dios se encuentra fuera del dominio de la ciencia. Ya hace mucho tiempo que los filósofos demostraron que era imposible probar tanto la existencia como la inexistencia de Dios.
Entonces ¿cuál es el dominio de la ciencia? Es el mundo concreto, el mundo de los fenómenos. Su finalidad consiste en traducir la realidad a un lenguaje universal, especialmente al de las matemáticas.
La ciencia busca conocer el mundo. ¿Pero el mundo creado por quién? La ciencia no puede ni desea responder. No es su dominio. ¿Podría ser que el universo con su inmensa complejidad haya surgido de la nada? Pensar en ello atenta contra la lógica.
El propósito de la ciencia consiste en descubrir las leyes que rigen los fenómenos. Las leyes de la física, de la astronomía, de la química y de otras disciplinas. ¿Pero quién ha establecido dichas leyes? Expresan un orden que existe y que resulta imposible atribuir a la casualidad o a la necesidad. Se sabe que el desorden puede producirse como resultado del deterioro del orden, pero la ciencia ha demostrado que esto no puede ocurrir a la inversa.
¿Cómo podría concebirse, por ejemplo, que el azar o la casualidad hayan podido crear las condiciones necesarias para el mantenimiento de la vida, que son el resultado de un equilibrio tan delicado? El hombre contemporáneo sabe perfectamente que a pesar de todos sus conocimientos científicos se ve en grandes dificultades para mantener el equilibrio del medio que sustenta la vida. Entonces, cuán absurdo resulta pensar que ese medio tan complejo y delicado haya aparecido sin que nadie lo creara.
¿No hace pensar esto en que un Dios creador resulta indispensable? Esta necesidad se refuerza aún más al examinar la inmensa complejidad del mundo viviente, aun en sus manifestaciones más simples. Se ha podido calcular, por ejemplo, que la probabilidad de que la forma de vida más rudimentaria haya aparecido espontáneamente es de 1 en 10 seguido de 585 ceros, es decir, es algo imposible. Para ilustrar lo que esto significa, diremos que equivale a la probabilidad de que una persona pudiera reproducir la obra literaria de Cervantes o de Ruben Darío golpeando al azar las teclas de una máquina de escribir.
Los que invocan la intervención de una evolución lenta originada hace muchos millones de años para explicar la aparición del ser humano y de otros seres sobre la superficie de la tierra, lo único que hacen es retroceder el problema, sin resolverlo.
¿Podríamos admitir que con el tiempo las grandes computadoras aparecieran en forma espontánea' por supuesto que no. El cerebro humano es infinitamente más complejo que las más modernas computadoras. La computadora pudo ser concebida únicamente por un órgano más perfeccionado que ella: el cerebro humano. Según esto, podemos formular esta pregunta: ¿Qué ser más perfecto que el hombre pudo concebir el cerebro humano? La respuesta es: únicamente Dios.
Volvamos a la ciencia y a su finalidad. Ella explica el funcionamiento de las cosas. Pero no dice por qué funcionan. Tampoco explica el uso que debemos dar al conocimiento que nos proporciona. Juan Daniélou dijo: "La ciencia da juguetes maravillosos a los hombres, pero se olvida de explicarles cómo deben emplearlos".
"La ciencia sin conciencia es la ruina de la humanidad", declaran los sabios contemporáneos. Y notemos bien que no lo dicen los moralistas anticientíficos de otras épocas. ¡Cuán lejos nos encontramos del optimismo expresado en el siglo pasado! Entonces la ciencia joven tenía el candor y la pretensión de su juventud. Creía poder comprenderlo todo, explicarlo todo, resolverlo todo. ¿Dios? ¡No había necesidad de él! El hombre se bastaba a sí mismo. ¡Ya verían lo que podrían alcanzar! En la actualidad lo hemos visto. La sociedad materialista y atea que se formó alrededor de esa ciencia ha comenzado a morir ante nuestros propios ojos. Solamente algunos inconscientes, cada vez más raros, siguen creyendo en el hombre como ser autosuficiente. Los hombres de ciencia muestran más reserva. Han comprendido muchas cosas al final del siglo XX. Han comprendido cuáles son los límites de la ciencia, aun dentro del dominio que le corresponde. Cuanto más aumenta el conocimiento, tanto más retroceden las fronteras de lo desconocido en lo que es infinitamente grande como en lo que es infinitamente pequeño. Por cada secreto que descubre la ciencia, formula dos o tres nuevos enigmas.
También han comprendido su impotencia ante el empleo monstruoso que el ser humano puede hacer de la ciencia. El hombre en la actualidad es capaz de destruir varias veces el planeta y de crear verdaderos monstruos humanos alterando el funcionamiento genético. Hace muchos años que los científicos denuncian los peligros de las pruebas nucleares, e invitan a los responsables a usar el buen juicio y la conciencia humana. Aunque la conciencia no entra en el dominio de la ciencia, constituye el centro mismo del problema. Nuestro siglo, engañado y angustiado, busca a tientas algo diferente. Pide socorro. Sin saberlo, busca a Dios. Algunas personas se dan cuenta de ello y lo anuncian a los demás. Tal es el caso del escritor francés Maurice Clavel, quien lo ha expresado en sus últimas obras que han tenido tanta resonancia. En cambio otros se contentan con olvidar a Dios. Esto plantea una tremenda paradoja: los hombres tienen sed de Dios. Lo buscan confusamente, a riesgo de caer en las supersticiones más insensatas y en las místicas orientales más extrañas.
Mientras tanto, los cristianos con frecuencia se callan, porque no se atreven a anunciar a Dios, a ese Dios que crea, que ama y que salva, a ese Dios que vive. O bien lo humanizan, lo reducen a una idea o a una ideología.
Así es como los hombres han tratado de "matar a Dios". Pero como ha dicho el escritor R. Froissard, "el cadáver de Dios todavía se mueve". No es Dios el que muere, sino que es nuestra civilización la que se está suicidando al volverle la espalda. Todavía es tiempo de volver atrás. Algunos ya lo están haciendo: hombres de ciencia, pensadores, escritores y profesionales de todas clases.
No, la ciencia no aleja de Dios. Al Descubrir la extraordinaria complejidad del mundo y de la vida, más bien nos conduce al borde mismo de la fe. Ahí se detiene, honradamente, porque ésta no pertenece a su dominio.
A nosotros, como seres humanos, nos corresponde dar el próximo paso.


Jean Fiori

(licenciado en Letras y Ciencias Humanas, licenciado en Ciencias Exactas, licenciado en Teología y doctor en Historia.)



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